Pasaron seis días: Nochevieja.

Dudo que la ralentización afectara a la órbita de la Tierra en aquel momento. Además, nunca he entendido por qué, el último día de aquel primer año, nos encontramos en más o menos en idéntica posición en el sistema solar que el mismo día del año anterior. La Tierra describió su acostumbrado giro alrededor del sol, su vuelta número 400 mil millones, una de las pocas cosas que aquel año siguieron en su sitio.

El día de Nochevieja el sol salió a las 3.00 h en California y me soprendió que todavía siguiera deslumbrándonos diecisiete horas más tarde, a las ocho en punto de la noche, cuando mi madre giró la llave para encender el motor del coche y atravesar el enrejado. Condujimos desde la costa hacia el este por la carretera de dos carriles bajo un cielo vasto y cegador. Mi padre todavía estaba en el trabajo –o eso había dicho–, pero quería reunirse con mi madre en el hospedaje más tarde. Íbamos en una ranchera plateada, aunque luego el levantamiento del atestado de la policía diría que era azul.

–Me gustaría que me contaras cuáles son tus buenos propósitos para este año. La petición de mi madre llegó al pasar junto al circuito de carreras. Habíamos entrechocado las copas en la cocina antes de marcharnos: con sidra en la mía y champán en la suya.

–Nadie cumple los propósitos de Año Nuevo –respondí. Fuera, la laguna pareció acercarse de pronto.

–Me pone de los nervios que ya hables como tu padre. Estaba colorada y parlanchina con su vestido negro sin tirantes. –Uno de mis propósitos es preocuparme menos por las cosas –dijo. Miró su reflejo por el espejo retrovisor. Se peinó una ceja con la punta del dedo–. Y, con el pensamiento, noté que me aconsejaba vivir más el momento.